18/9/10

El último exorcismo


El último exorcismo es un film atractivo porque pone en discusión la cuestión de la credibilidad en aquellos que vemos una película y en la forma en que se nos cuenta. Un exorcista profesional (que no cree en lo que hace), acompañado de una asistenta y un camarógrafo, decide revelar sus trucos a la cámara aceptando -por dinero- el caso de una familia necesitada que cree que su hija está poseída por el demonio.

Los responsables del film han sido muy cuidadosos al establecer el contexto. El protagonista es un reverendo evangelista más preocupado por tener una buena cobertura médica para él y su familia que en la existencia de sus creencias religiosas. El caso que se acepta tiene lugar en medio de una zona rural en Louisiana de profundas convicciones religiosas.

No es cuestión de develar de qué viene la trama pero cabe consignar que todo lo que vemos es lo que registra la cámara que acompaña al carismático pastor. A medida que él nos revela sus trucos para hacer creer a los pobres ingenuos que se ha realizado un exorcismo, nos preguntamos quién ha montado y editado esto que vemos, por quién está siendo exhibido (a la luz de posteriores revelaciones.) Porque si el film se presenta como un falso documental deudor de El proyecto Blair Witch (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), aquí no se deja constancia sobre quién encontró el material o qué tratamiento ha recibido para que sea accesible a nuestros ojos. Sí tenemos -como en aquel film- los temblequeos de cámara, los diestros ocultamientos dentro del encuadre con la excusa de una pobre iluminación o una carrera a campo traviesa que puede concluir con la cámara dándose de bruces contra el suelo.

La historia está cuidadosamente elaborada por los guionistas, los sobresaltos son esporádicos, los efectos especiales nulos y el giro final de la trama, sus últimos 5 minutos, totalmente sorpresivos. Hay homenajes explícitos a El exorcista (William Friedkin, 1973) y a El bebé de Rosemarie (Roman Polanski, 1968). Gran parte del éxito de la empresa se debe a la actuación de Patrick Fabian como el pastor Cotton Marcus, entrenado desde pequeño para persuadir a una audiencia. Un film como éste debe construir laboriosamente la identificación del espectador con su protagonista y Fabian sabe cómo hacernos entrar en complicidad con habilidad.

El film concluye abruptamente y todos los espectadores nos quedamos con ganas de más. Decenas de preguntas han quedado planteadas, y una y otra vez volvemos sobre aquello que se nos ha presentado. Hay dos pastores en la narración y ambos tienen asistentas. ¿Qué ha pasado con el hermano de la víctima, no era qué...? ¿Había sido violada la protagonista? ¿Por quién? Juegos de dobles y apariencias que reflejan lo constitutivo del cine como representación de la realidad en una insospechada puesta en abismo. Profundizar más iría en detrimento del placer de descubrir el film.

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