El duelo es
uno de los procesos emocionales más duros que debe atravesar un ser humano, más
cuando se trata de la pérdida de un ser querido. Hay distintos matices; no es lo mismo si la pérdida se relaciona con la
avanzada edad del que parte, o deviene
de una larga y dolorosa enfermedad. Cualquiera sea el caso, el dolor nos
embarca en un proceso que nos acompaña por un tiempo mientras elaboramos la
ausencia, de la manera en que podemos hacerlo, a través de distintas
manifestaciones.
Dos
películas recientes se ocupan de esta temática, con protagonistas que enfrentan
situaciones excesivas, por lo inesperadas y traumáticas. Jackie, el film del director chileno Pablo Larraín, se relaciona
con la semana posterior al magnicidio del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy. Y tiene por
protagonista a su viuda, interpretada con gran maestría y riesgo por Natalie
Portman, ganadora del Oscar por El cisne
negro. El marco es una famosa entrevista que la reciente ex Primera dama
otorgara a la revista Life, donde
junto con el periodista se dedica a transformar al difunto en una leyenda,
estableciendo nexos con otros nichos de la historia de su país y con una
comedia musical.
Existe una
larga tradición de temas que resultan urticantes para los estadounidenses –Jackie
fue admirada cuando fue Primera Dama, idolatrada cuando perdió a su marido y,
más tarde, vituperada, al casarse con el
millonario Aristóteles Onassis- y que terminan en manos de directores de otras
nacionalidades haciendo sus primeras armas en Hollywood. No hay más que
recordar al inglés John Schlesinger por Perdidos
en la noche (Oscar a la mejor
película y al mejor director en 1970, calificada en su momento como
pornográfica), que se animaba con el tabú de la homosexualidad. O a otro
inglés, Alan Parker, haciéndose cargo del Ku Klux Klan y sus derivaciones, en
la ultra nominada Mississipi en llamas.
¿Qué cabía esperar de Larraín, responsable de una trilogía de films relacionados
con la dictadura de su país – Tony Manero,
donde un asesino serial ocupaba la centralidad del relato como referencia
oblicua a los asesinos que gobernaban- , Post
Mortem –donde se metía con la autopsia del presidente Salvador Allende-, y No, con los enjuagues detrás del
plebiscito que enfrentó a Pinochet en 1988?
¿Qué podía
traerse entre manos un realizador joven, nacido en 1976, que en El club se metió con las prácticas de la
Iglesia Católica en su país, cuando resguarda a los sacerdotes pederastas, a través
de una ficción descarnada?
Jackie ha terminado siendo la película más
arriesgada estéticamente de las producidas este año para la cosecha de los
Oscars, al transformar –bajo la excusa del duelo y del trauma- a una de las
mujeres más admiradas de su época en una especie de monstruo proteiforme, una
especie de Joan Crawford –hay que fijarse en cómo tiene pintadas las cejas la
Portman- en su etapa de decadencia, atenta a cada detalle de la ceremonia del
entierro de su marido, consciente de que es responsable de una puesta en escena
histórica donde hasta los hijos del matrimonio son manipulados como soldaditos
de juguete. También es la mujer que –en su deriva- pide consejo a un sacerdote –el admirable John
Hurt, en uno de sus últimos papeles. La que deambula víctima del embotamiento y el dolor en el
caserón gótico en que se ha transformado la Casa Blanca, perseguida por sus
propios fantasmas, a la vez que se ve reflejada en un famoso documental donde fue
la modosita guía de la teleplatea estadounidense por cada vericueto del
edificio, una cicerona reconocida por su buen gusto y preparación para obtener
un buen partido, ícono de la moda y del comportamiento para millones de mujeres, que rivalizaba a nivel mundial en
fama con figuras de la talla de Elizabeth Taylor y Marilyn Monroe (cuya voz
imita en una de sus múltiples reconstrucciones de Ave Fénix.)
Larraín, con
ayuda de uno de sus productores –Darren Aronofsky, todavía recordado por Réquiem por un sueño- se da el gusto de
alejarse del documento histórico para solazarse con vicios expresionistas –el
mareo que experimenta la señora Kennedy al descender del avión en Texas ese
infausto día-, apuntes camp (las
cejas, los manierismos, el vestuario no siempre impecable y el peinado famoso abollado
en más de una ocasión, las trazas de diva y de obsesiva del control, los
acercamientos milimétricos a los labios de su asistenta, las alusiones a la
comedia musical) y el gore más explícito para la revisitada escena del horror.
Por su
parte, Kenneth Lonergan en su opus tercero –tras las maravillosas Puedes contar conmigo y Margaret- nos regala un relato clásico
sobre un inadaptado que, de a poco, irá revelando las causas de su malestar. Manchester
junto al mar cuenta la odisea de un hombre que debe regresar al pueblo
que lo vio nacer para hacerse cargo del entierro de su hermano y,
posteriormente, ejercer la tutoría de su sobrino, menor de edad. El conflicto
radica en que el personaje no puede consigo mismo, porque carga con un dolor
insondable, lo que da a Cassey Affleck la oportunidad de demostrar una vez más
que es uno de los mejores actores estadounidenses (ya lo habíamos notado en El asesinato de Jesse James por el cobarde
Robert Ford y en Desapareció una
noche, ésta última dirigida por su hermano Ben, que en el reparto familiar
se quedó con la apostura y ciertas virtudes como realizador, pero como actor es
uno de los peores que pisan el suelo de Hollywood.)
En su
clasicismo, el film sigue el modelo del debut de otro actor, el taquillero
Robert Redford, que en 1980 se quedara con el Oscar al mejor director y a la
mejor película (derrotando nada menos que a El
toro salvaje, Tess, y El hombre elefante, es decir, a
Scorsese, Polanski, y Lynch,
respectivamente.) Gente como uno narraba con modestia las consecuencias del duelo en
una familia bien posicionada económicamente ante la pérdida del primogénito en
un accidente. También tenía muy buenas interpretaciones de la recientemente
fallecida Mary Tyler Moore (en contrapelo de la imagen agradable que había
construido en su estrellato televisivo), Donald Sutherland (el padre preocupado
que intuye que puede perder otro hijo si no interviene en la sorda batalla
entre el muchacho y su esposa), y un joven Timothy Hutton, que se quedó con el
Oscar (arrebatándoselo a Joe Pesci, nominado por El toro salvaje). En cuestiones formales, el film de Redford
también recurría a un tema musical clásico – el Canon de Pachelbel,
popularizándolo a niveles estratosféricos- y a un relato de corte naturalista, donde
todo estaba encuadrado con regla –tal como convenía a la frialdad emocional reinante
en el ambiente en transcurría la acción- sin que nada interfiriera con la
historia narrada. A la larga, junto con El
dilema y Nada es para siempre, ha
quedado como lo mejor de Redford como director.
Ante la
comparación, el film de Lonergan no tiene nada de qué avergonzarse. Proveniente
del teatro, sus ficciones suelen ofrecer personajes muy bien delineados y
conflictos muy bien planteados, extrayendo lo mejor de sus actores. Quienes
gocen con este drama tienen muy recomendadas las otras realizaciones del director, en
especial Margaret, que posee una
potencia inusual y plantea cuestiones éticas que la hacen muy relevante en los
tiempos que corren.
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