En Infierno en la torre (John Guillermin, 1974), un
edificio de más de 130 pisos se convertía en una antorcha el día de su
inauguración, atrapando a una enorme cantidad de estrellas fulgurantes en el
último piso. Algunas morían mientras un grupo de bomberos trataban con medios
insólitos de apagar el incendio. La extensión de las escaleras no alcanzaba el
foco de la combustión, los helicópteros no acertaban sus objetivos, las llamas
iban ascendiendo y los concurrentes a la fiesta se iban cociendo a fuego lento,
hasta que el arquitecto de la mole de cristal y el jefe de bomberos (nada menos
que Paul Newman y Steve McQueen, respectivamente) aunaban esfuerzos y hallaban
una solución para salvar a los pocos que quedaban. La causa del incendio: se
había ahorrado en la instalación eléctrica, invirtiendo en materiales bastos,
lo que produjo un cortocircuito y decenas de victimas. El villano era un
privado que tenia la cara de Richard Chamberlain.
El modelo de uno de los máximos exponentes del cine
catástrofe de la década del 70 sirve de esqueleto para la miniserie Chernobyl
(5 capítulos de una hora, producida por HBO), que dramatiza de manera realista
y contundente el desastre sucedido el 26 de abril de 1986 en la central nuclear
Vladímir Ilich Lenin, ubicada en el norte de Ucrania, que en ese momento
pertenecía a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
El primer capítulo muestra a los empleados de la planta
-vestidos como si estuvieran trabajando en un frigorífico, aunque las reses
terminarían siendo ellos, cocidos a radiación ambiente- apretando un botón que
no deberían haber pulsado, provocando una explosión que expulsó grandes
cantidades de materiales radiactivos a la atmósfera, formando una nube que se
extendió por Europa y América del Norte. A lo largo de angustiantes 60 minutos
veremos el desempeño de los bomberos, los primeros daños de la radiación sobre
sus cuerpos. También a algunos vecinos de la ciudad de Pripiat, observando
desde un puente cercano la belleza del incendio con una delectación que a la
larga les costaría la vida.
El segundo capítulo presenta a las estrellas del envío:
un tenso Jared Harris (Mad Men, The Crown, The Terror), como Valery Legasov, un
físico ruso que es el primero en darse cuenta de lo que sucedió en la planta
nuclear y es obligado por el gobierno a concurrir al lugar del hecho. Un
enérgico Stellan Skarsgard (Contra viento y marea, ¡Mamma mìa!, la serie
River), como Boris Shcherbina, un miembro menor del gobierno ruso mandado a
solucionar el desastre pero que, a la vez, es presionado para que la verdad no
salga a la luz. Y la siempre convincente Emily Watson (Contra viento y marea,
Gosford Park, Embriagado de amor) como la científica Ulana Khomyuk, un
personaje que no existió en la vida real pero que está conformado en base a la
actuación de varios técnicos que ayudaron en la investigación de las causas de
la hecatombe.
El relato nunca está exento de escenas de suspenso, -ya
sea por la tarea de los liquidadores (miles de personas que se ofrecieron para
aislar el núcleo del reactor), la utilización de voluntarios para limpiar de
trozos de grafito contaminante la terraza de la planta, un robot alemán que se
supone calificado para cierta tarea, un grupo de mineros que se exponen en el
cavado de un túnel para llegar cerca del magma nuclear, militares y novatos
ocupados en eliminar a los animales de los alrededores para que no transporten
la carga radiactiva fuera de los límites de la zona de exclusión-, y despliega
varios hilos paralelos que incluyen el destino de uno de aquellos primeros
bomberos en un hospital de Moscú acompañado por su esposa, la investigación que
Ulana lleva adelante -amparada por Legasov y Shcherbina-, y las trabas que el
gobierno impone para que la verdad no se filtre en Occidente a través de la
omnipresente KGB.
El capítulo final desovilla, a través de un extenso y
didáctico discurso de Legasov en un juzgado, las responsabilidades en la
catástrofe. Aquí la hipótesis del equipo del guionista Craig Mazin y el
director Johan Renck es que el estado ruso abarató costos en donde no debía
hacerlo.
Con muy buenos efectos especiales digitales para todo lo
que hace a la explosión y sus consecuencias sobre la planta, un maquillaje
digno de la mejor película de horror para exponer cómo van mutando en la
superficie los cuerpos de las víctimas, Chernobyl termina siendo un alegato en
contra de aquellos gobiernos que utilizan todos los medios a su alcance para
silenciar la verdad a través de un camino poblado de mentiras. Por otro lado,
también es un muestrario de situaciones heroicas y miserables, dignas de la
condición humana.
El pueblo ruso queda bien parado -siempre dispuesto a
sacrificarse por sus congéneres- no así el gobierno y las autoridades de
entonces (algunas de ellas retratadas con trazo grueso), circulando por los
últimos estadios de la Guerra Fría. La tragedia de Chernobyl fue el ataúd de
plomo que dio comienzo a la derrota rusa en ese largo conflicto.
Un antecedente ficcional de Chernobyl es El síndrome de
China (James Bridges, 1979). Allí, lo que era ciencia ficción de anticipación
-los desperfectos en una planta nuclear, descubiertos por una periodista
interpretada por Jane Fonda con el apoyo de un técnico que tenia los rasgos
inolvidables de Jack Lemmon- la realidad se encargó de confirmarlo a poco de
estrenado el film, cuando hubo una falla en un reactor de la planta de Three
Mile Island. Paradójicamente, en Chernobyl hay datos de la realidad que parecen
extraídos de la mejor novela de ciencia ficción, como el hecho de que un
embarazo pueda absorber toda la radiación que aqueja a la mujer que lo porta.
La postulación de lo que es “la verdad” en un caso tan
complejo como éste tiene la simpleza y la carga del idealismo liberal de una
película de Frank Capra, aunque la paleta de colores elegida por los
responsables abarque una amplia gama de los grises y azules. Y si bien el guion
abunda en largas parrafadas técnicas proferidas por los distintos personajes
-manteniendo la virtud de la claridad en la exposición-, Chernobyl demanda
ciertas dosis de atención no habituales en los espectadores que están
acostumbrados al consumo bulímico de series.
Chernobyl no es un entretenimiento liviano. Tampoco
merecía serlo.
Publicado en Regia Magazine, el 6 de junio de 2019
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