No resulta fácil escribir sobre la serie que tiene por
tema la biografía de Carlos Monzón, siendo un personaje que produce emociones
encontradas. Tampoco sobre la segunda temporada de Big Little Lies, que ha terminado recordando aquel refrán que
rezaba que segundas partes…
A lo largo de 13 capítulos -7 emitidos ya por el canal
Space- Monzón cubre un amplio
territorio de la vida del célebre campeón en la categoría mediano, uno de los
mayores deportistas que ha dado Argentina, uno de los mejores boxeadores del
mundo, famoso también por haber asesinado a su esposa y por su triste final en
un accidente automovilístico en una ruta de Santa Fe, durante una salida
transitoria que había obtenido en el marco de su condena.
El relato entrelaza dos historias, una que nace la noche
del homicidio de Alicia Muniz con otra que nos muestra los inicios de la
carrera del boxeador. La primera se irá desplegando en torno a la investigación
del hecho aberrante, la segunda narrando el matrimonio con Pelusa, los
entrenamientos con Amílcar Brusa, el encuentro con el dueño del Luna Park que
terminará posibilitando la pelea con Nino Benvenuti , el ascenso a la fama y el
romance con Susana Giménez en el set de filmación de La Mary (Daniel Tinayre, 1974).
Los dos segmentos tienen un elemento común en la
violencia que –muchas veces atizada por el alcohol- descarga el campeón, que tiene a la bestia muy a flor
de piel, tanto como para perseguir a los golpes a Pelusa a lo largo de varias
habitaciones, como para silenciar con una mirada al abogado que lo asesora
cuando ya está preso.
La elección tanto de Jorge Román para el Carlos maduro
como de Mauricio Paniagua para el joven es inmejorable. Ambos poseen una
rotunda presencia física y son muy parecidos a quien retratan, tanto en los
gestos y las miradas como en el andar de pantera que lo caracterizaba. Román es
un gran actor, como sus protagónicos en El
bonaerense (Pablo Trapero, 2002) y La
León (Santiago Otheguy, 2006) lo demuestran. Paniagua tiene un futuro
promisorio, dada su ductilidad y sensualidad.
El guion alterna escenas de cierta tensión emocional –el
encuentro entre la madre de Alicia (inmejorable Soledad Silveyra) y el abogado
que la patrocinará, Vargas Rissi (un correcto Rodrigo Pedreira), los encuentros
entre el Carlos maduro y su representante legal (excelente Gustavo Garzón)-,
con otros con atmósferas muy logradas, como la descripción que hace la cámara
de la escena en que el crimen se va desarrollando en espacio off, recorriendo la casa. Muy catártica
y bien planificada, la batalla en el ring entre el argentino y Benvenutti.
Los títulos recuerdan a los de Big Little Lies y Heridas
abiertas en su estética, y la puesta en escena suntuosa a la de Historia de un clan (Luis Ortega, 2015),
una referencia ineludible para los que se abocan al tratamiento de lo siniestro
en materia de series nacionales. Los directores Jesús Braceras (Rizhoma Hotel, Estocolmo) y Gabriel Nicoli (2001:
mientras Kubrick estaba en el espacio) desarrollan los eventos con buen
ritmo narrativo, una excelente reconstrucción de época y una esmerada dirección
de actores. Quizás algunas escenas resulten demasiado compuestas como para
parecer espontáneas –el cuidado desnudo de la ayudante del fiscal del caso (Belén
Chavanne) o la compra de varios rastrojeros en una concesionaria. Pero la vara
que se pone el producto de Pampa Films, Disney Latino y el INCAA es muy alta y,
hasta ahora, nada la desmerece. Las composiciones de Fabián Arenillas como
Amílcar Brusa, Diego Cremonesi como el fiscal Gustavo Parisi, Paloma Ker como
Pelusa, Lautaro Delgado Tymruk como Nicolino Locche y Florencia Raggi como la
abogada Patricia Rosello son muy meritorias, cada una con su particular
encanto.
En cuanto a las emociones encontradas para el espectador,
la serie permite pasar de la admiración por el esfuerzo y la tenacidad de este
morocho descendiente de indios mocovíes -que de la pobreza más absoluta llegó a ser una estrella destacada del jet set internacional-, a la irritación
ante un machismo propio de la edad de las cavernas, que hace gala darwiniana de su fuerza ante los
más débiles y los derechos de posesión sobre las mujeres, tan habitual por
estas comarcas, ahora y entonces.
En cuanto a la segunda temporada de Big Little Lies, desmerece en mucho los logros de la primera, se la
percibe estirada como la frente de Nicole Kidman y un tanto reiterativa. Al no
tener la cohesión que el misterio sobre la identidad del asesino del muñeco Ken
maltratador y violador le otorgaba a aquellos primeros siete capítulos, y
derivar para el lado de la culpa colectiva por mentir ante la ley para cubrir a
la responsable del crimen, a las cinco actrices sólo les queda el encanto de sus presencias y el de la
sorora mayor, la gran Meryl Streep.
Streep, como la madre del difunto, caracterizada con una
peluca que parece una calabaza y una dentadura postiza un tanto rígida, acude a
su maleta de manierismos para encandilar al espectador. Tiene un par de
encontronazos con el personaje de Reese
Witherspoon que sobresalen por la agudeza de los intercambios verbales y el timing de las actrices, y un round final
en un tribunal con su nuera, Nicole Kidman, donde rememora su genial
interpretación en Kramer vs. Kramer (Robert Benton, 1979) con una
carga grotesca inigualable. De resultas, los guionistas también la harán sentir
culpable a ella, que se paseaba tan campante señalando sus pecados a las
sororitas.
Entre las subtramas, hay una que implica a la madre del
personaje de Zoe Kravitz que se hace tan larga como Lo que el viento se llevó y en la que uno espera que aparezca un
muñeco vudú para alterar el aquietado panorama. Otra, la de la ambivalencia que siente el
personaje de Kidman por el difunto, entre que disfrutaba del sexo violento con
él y el afán de supervivencia ante su
maltrato, aburre por lo reiterada. Otra, la de la posible separación de la
pareja que conforman Witherspoon y el freakie Adam Scott, se vuelve plañidera
y caricaturesca cuando la rubia se enfunda como un matambre dentro del vestido
con el que se casó. Shailene Woodley hace lo que puede para poder volver a
tener intimidad con un hombre; el novio que le eligieron - Douglas Smith – no
ayuda mucho tampoco con sus propia idiosincrasia angular y enrulada. Como
siempre, salvando que el budín se queme, está la reina del grotesco, Laura
Dern, haciéndole pasar las de Caín a cada hombre que se le cruce en el camino,
sea el director de la escuela o su propio marido.
En definitiva, se nota que la temporada fue realizada a
los ponchazos, para aprovechar el suceso de su precedente. Los guiones lucen
poco elaborados, sacando de la galera situaciones sobre las que no había
información previa para el espectador. Y el montaje, poco más que insoportable:
hay escenas que transcurren en un pestañeo: se dice que descontento con el
resultado que la directora Andrea Arnold (American
Honey, Fish Tank) le había entregado,
el todopoderoso creador David E. Kelley, volvió a recurrir a la tijera de Jean-Marc Vallée, que había confeccionado la
dirección y edición del primer envío. Los resultados están a la vista.
Difícilmente volvamos a ver juntas a las 5 de Monterey.
Publicado en Regia Magazine, el 25 de julio de 2019