Este año – el 3 de abril- se cumplió el quincuagésimo
aniversario del estreno de 2001: odisea
del espacio, un film que le dio carnadura y una dimensión filosófica al
género de la ciencia ficción, estableciendo a Stanley Kubrick como uno de los
grandes realizadores del siglo XX.
Proyecto ambicioso, con más de 4 años entre la gestación
y su desarrollo, con el asesoramiento de científicos y de las empresas más
importantes, que ayudaron al director y a su co-guionista –el afamado escritor
Arthur C. Clarke- a brindarle plausibilidad y verosimilitud a la miríada de
detalles que anticipaban lo que serían los viajes espaciales a comienzo del
nuevo siglo, contó con un presupuesto de 10 millones de dólares, profusamente
abundante para un film del género.
Entre otras, las innovaciones de 2001 abarcan desde la
creación del mito de que el progreso humano se lograba con la intervención de fuerzas
extraterrestres o deidades –la presencia del famoso monolito sería su
materialización- y no sin cierta violencia, hasta el escrupuloso diseño de
efectos especiales (del mismo Kubrick y el especialista Douglas Trumbull), algo
nunca visto por los espectadores de entonces. Con sólo 40 minutos de diálogo
sobre un total de 160, se asemejaba a un film mudo, fuertemente anclado en lo
visual, con una banda musical sonora que planteaba un fuerte contrapunto con
algunas de las imágenes (la modernidad de una central espacial danzando bajo
los clásicos acordes del Danubio azul). La estructura abierta del film dejaba a
la libre interpretación gran parte de lo acontecido en pantalla, rompiendo la
norma de claridad expositiva que regía el cine clásico de Hollywood. En este
sentido, el grado de experimentación del director lo alineaba con los
directores europeos de cine arte de la época, más que con los artesanos de la
fábrica de los sueños.
Por todo lo que antecede, no es de extrañar que la premiere haya sido algo cercano al
desastre. Los invitados –ejecutivos de la empresa productora, estrellas de
cine, críticos especializados- sobrepasaban los 40 años y no tenían la amplitud
de criterio para semejante experiencia. Fueron los jóvenes –en plena era del flower power y de la utilización de
distintas drogas con fines recreativos- quienes abrazaron el film y arrastraron
a sus padres a las salas, llevando a que los críticos reexaminaran sus posturas
y –en algunos casos- reescribieran sus textos. Uno de los posters del film
apelaba a los jóvenes universitarios con la leyenda de que 2001 era “the
ultimate trip”. No debe olvidarse que el año siguiente, el hombre pisaba por
primera vez la superficie lunar.
John Lennon llegó a declarar que veía el film cada
semana; grandes directores como Steven Spielberg, George Lucas, Martin
Scorsese, experimentaron asombro en un primer visionado y descubrieron que
había otras fronteras que explorar en lo que hacía a las posibilidades
expresivas en la pantalla grande.
De más está decir que 2001
fue la producción más taquillera de ese año, que Kubrick logró autonomía
absoluta como director –obteniendo un contrato con la Warner Brothers que le
daba control total sobre su obra futura- lo que permitió que se gestaran
eventos como La naranja mecánica
(1971), Barry Lyndon (1975), El resplandor (1980), Nacido para matar (1987) y Ojos bien cerrados (1999), films sujetos
a grandes controversias en el momento de su estreno, hoy hitos mayúsculos en
cada género cinematográfico abordado.
En la encuesta que cada década realiza la revista inglesa
Sight and Sound sobre los mejores
films de todas las épocas, los críticos la ubican en el sexto lugar después de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), El ciudadano (Orson Welles, 1941), Historias de Tokyo (Yasujiro Ozu, 1953),
Las reglas del juego (Jean Renoir,
1931) y Amanece (F. W. Murnau, 1927).
En cambio los directores, eligen a Stanley Kubrick en el segundo lugar (después
de Ozu).
Con tanto poder a su disposición, Kubrick, -un
autodidacta nacido en Nueva York el 26 de julio de 1928, que comenzara como
fotógrafo de la revista Look a los 18
años y emigró a Inglaterra tras decepcionarse con su experiencia hollywoodense
en Espartaco (1960), donde padeció el
control del productor-estrella del film Kirk Douglas-, pudo desarrollar sus
ambiciones con el grado de obsesividad y perfeccionismo que lo caracterizaban,
generando también un mito sobre su propia persona que agrupaba, entre otras
cuestiones, el temor a conducir autos y a volar en avión, su misantropía, su
negación a conceder entrevistas, la cantidad de tomas y retomas que le exigía a
cada actor –llevando a más de uno a sufrir crisis nerviosas-, los rodajes cada
vez más espaciados en el tiempo y más extensos (dos años tuvo a su disposición
a Tom Cruise y Nicole Kidman durante el de Ojos
bien cerrados), y distintas leyendas urbanas (una lo sindica como el
creador de la puesta en escena del registro fílmico del descenso del primer
hombre en la luna… fraguado en estudios en complicidad con el gobierno de los
Estados Unidos) . Llegado un punto, hubo quien se aprovechó de algunas de esas
debilidades, haciéndose pasar por él para obtener ventajas (Colour Me Kubrick: A True…ish Story es un film con John Malkovich que
aborda esa historia).
Por otro lado, dos documentales recientes abundan en
detalles sobre las manías y los rasgos de carácter y conducta de uno de los
hombres más pródigos en secretos que haya dado la historia del cine después de
Howard Hughes, poniendo el foco sobre dos de sus colaboradores imprescindibles:
su chófer personal desde la época de La
naranja mecánica, y el que se transformaría desde El resplandor en su mano derecha en los sets de rodaje y en tareas
de pre y posproducción.
S Is
for Stanley (Alex Infascelli, 2015) sigue el relato de
Emilio D’Alessandro, un inmigrante italiano que un día de 1970, debe llevar un
encargo muy particular a una productora londinense con el mayor secretismo. Sin
saber cómo, Emilio cargó en el asiento trasero de su auto una escultura pop de
un pene que tendría gran lucimiento en la escena de la mujer de los gatos de La naranja mecánica. Kubrick,
sorprendido por la audacia del hombre que atravesó media ciudad con el
llamativo encargo a la vista de los transeúntes, lo contrató para que fuera su
chofer personal. El italiano desmiente que Kubrick no supiera conducir un auto,
sí afirma que lo hacía mal, porque era de distraerse. A partir de allí, Emilio
entabló una relación muy estrecha con su empleador, quien le confiaba no sólo
el cuidado de sus mascotas, también recados que lo obligaban a viajar por avión
hasta cuatro veces por día entre Irlanda e Inglaterra durante la época del
rodaje de Barry Lyndon.
Emilio, receptor de innumerables memos que muestran el
nivel de detallismo obsesivo del director, abandonó su alguna vez promisoria profesión
de conductor de autos de carrera, casi llega a separarse de su mujer –ante lo
absorbente de las tareas asignadas y los llamados telefónicos a cualquier hora
de la noche-, pero también fue respaldado por el director cuando en 1989 su
hijo casi pierde la vida en un accidente automovilístico; Kubrick se hizo cargo
de todos los gastos y le consiguió citas con las eminencias médicas
londinenses, logrando que el muchacho pudiera recuperarse.
El grado de sencillez y simpleza de Emilio era tal que no
tenía idea de la talla del hombre para el que trabajaba –recién vio sus
películas en Italia durante la década del 90, en un quiebre en la relación
entre empleado y empleador de 3 años- pero sí de su nivel de perfeccionismo en
la más nimia de las tareas cotidianas y de su cálido espesor humano, sobre el
que se cuentan variadas anécdotas.
Con menos reparos, Leon Vitali (Lord Bullingdon en Barry Lyndon) abandonó una floreciente
carrera actoral con la excusa de aprender todo sobre la realización de
películas. Su capacidad de entrega en cada cosa que hacía era tal que Kubrick
no dudó un momento en reclutarlo y revelarle muchos de sus conocimientos. En Filmworker (Tony Sierra, 2017), seguimos
el relato de Vitali, hoy día una especie de Klaus Kinski ajado y consumido por
la vida, por Stanley Kubrick y por sus propias obsesiones. Más que el aspecto
humano, sus declaraciones resaltan el extraordinario output creativo del
director, su capacidad de persuasión con los ejecutivos de la Warner, la
fiereza con que defendía sus decisiones en la elección de actores o de recrear
Vietnam en una abandonada fábrica de gas londinense, la meticulosidad al
chequear el nivel de calidad de cada copia a exhibirse en el lugar más
recóndito (sí, los tentáculos de Stanley llegaban hasta los puntos más
distantes del globo terráqueo), la calidad de las salas de exhibición –tanto a
nivel proyección como sonoro-, qué lámparas debían usar los proyectores, etc..
Vitali subraya el altísimo nivel de profesionalidad del
director, un nivel de exigencia tan extremo para con sus colaboradores y
actores como el que se imponía a sí mismo. En su relato, soslaya un tanto cómo
sacrificó la relación con su esposa y la crianza de sus hijos por estar bajo
las directivas y encargos del sumo sacerdote, pero no se queda corto cuando
menciona numerosas ocasiones en que la gentileza era el rasgo distintivo que
los unía en el trato. Para muchos, en el set, de no estar Kubrick, la
referencia inevitable era Vitali, quien conocía en profundidad sus elecciones y
criterios para cada cuestión.
Los dos documentales son muy emotivos cuando se trata de
narrar las horas previas al fallecimiento del director, el 7 de marzo de 1999,
agotado, más allá de sus posibilidades físicas por la intensa faena de rodaje y
posproducción de Ojos bien cerrados. También, nos hacen vislumbrar qué poseían
las personas de su mayor confianza: una simpleza rayana en el aturdimiento, en
el caso de Emilio, y un despojamiento siniestro de la propia personalidad
–rayano en el masoquismo- en el caso de Vitali. Los dos personajes fueron
atraídos y subyugados por su poderosa luz solar, como mosquitas embobadas que
rozan su superficie en actos de auto sacrificio.
Para los fanáticos del director, que somos legión, la
visión de estos documentales se torna imprescindible.
Publicado en Regia Magazine, el 28 de diciembre de 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario