Se cumple el cincuentenario del estreno de un film
seminal en la historia del cine: El bebé
de Rosemarie, de Roman Polanski. Una de las cumbres del cine de horror de
todos los tiempos, tenía como protagonista a Mia Farrow, como la recién casada
Rosemary Woodhouse, víctima de una conspiración de brujos. Mediante un pacto fáustico,
convencen a su marido, Guy, un ambicioso
actor, para que ella engendre un hijo del diablo. Así es como una noche
él (el diablo) violará a la muchacha inconsciente y la impregnará con la
simiente maldita.
La pobre Rosemary -criada entre católicos, formateada su
percepción del mundo en esas creencias- pensará que le tocó el peor embarazo
del mundo; adelgaza a extremos inauditos, siente dolores que la parten en dos,
se vuelve totalmente adolescente corporalmente… casi un muchachito (ayuda el
peinadito que Vidal Sasoon le creó a la actriz). Todo esto tamizado por visitas
del papa Pablo VI a la ciudad de Nueva York, tapas de la revista Time que rezan que Dios ha muerto, los
cuidados de los vecinos -tan simpáticos, tan serviciales, tan freaks, «todos ellos brujos»- que le
acercaran a cada rato un batido con raíz de tanaceto, esencial para que la
bestia se desarrolle vigorosamente en su útero.
Polanski consiguió para las locaciones el edificio Dakota
-el mismo en cuya entrada John Lennon fuera asesinado-, dotó a la historia de
tonos pasteles -como si de un teleteatro se tratara- y, al enterar al
espectador de todo lo que sucede a la vez que a la protagonista- creó una
ambivalencia muy difícil de igualar: ¿se trata de una fantasía siniestra de la
pobre Rosemary durante el calvario de su embarazo o los brujos realmente
existen? Finalmente, el film se inclina hacia la segunda posibilidad:
enfrentada al hecho de que ha engendrado al hijo de la Bestia, dudando en
matarlo, claudicará ante ¿el instinto maternal? que le brota tan naturalmente
como de una fuente surge el agua clara y cristalina.
Fantasía paranoica ante los primeros avances del
feminismo y el temor que causaba, subrayaba la necesidad de que ante todos los
obstáculos -aún si quien te violaba era el mismo diablo- la mujer fuera madre,
que para eso estaba, y no para reclamar por sus derechos y condiciones de
igualdad ante el hombre. Ira Levin, el autor de la novela en que se basaba el
film, ya en la década siguiente, producirá una nouvella, Las poseídas de Stepford, donde maridos adinerados logran
transformar a sus mujeres en autómatas vaciados de toda conciencia crítica
hacia el patriarcado para que cumplan con todos sus deseos sin objetarlos.
El surco que abrió Polanski pavimentará el camino del El exorcista (William Friedkin, 1973), La profecía (Richard Donner, 1976). El
último eslabón de la cadena lo constituye El
legado del diablo, de Ari Aster. La matriarca de una familia acaba de
fallecer; vemos el efecto del duelo sobre la hija, los nietos, el yerno. Hay
que decir que la difunta no era una mujer cualquiera, era capaz de alimentar
con su pecho al nieto, mientras la hija yacía convaleciente en la cama.
Se trata de una familia disfuncional, viviendo en una
casa plena de secretos, donde los hechos de la trama derivarán en un estallido
emocional de la heredera, poseída de alguna manera por los hechizos de la
matriarca, llevándola a abjurar de sus propios hijos en aras de un fin
superior.
Film producido por el mismo equipo de La bruja (Robert Eggers, 2015), maneja
un suspenso sutil y sorpresas que son un tanto difíciles de asimilar por el
espectador, resintiéndose en su clímax por la abundancia de elementos
provenientes de muchos de los films mencionados en busca de efecto, quebrando
la homogeneidad del tratamiento que lo antecedía. Sobresale la actriz
australiana Toni Colette (El casamiento
de Muriel, El sexto sentido, A Japanese Story, Pequeña Miss Sunshine), en una interpretación antológica sobre la
que se vertebra el film.
Por otro lado, en Joel, el veterano director Carlos Sorín (La película del Rey, Historias mínimas) nos plantea las disyuntivas entre las que se mueve una
mujer que adopta un niño de 8 años, en un pueblo de Tierra del Fuego. En una
tesitura absolutamente realista, vemos el trayecto del matrimonio que debe
asimilar un nuevo integrante a la familia, las ambivalencias de la madre ante
los prejuicios que la habitan y que se verán reflejados en la comunidad, cuando
el chico sea discriminado por los padres de los compañeros de la escuela,
amparados por las autoridades, a expensas de cualquier ley nacional que
garantice la inclusión.
Film político, aunque no de manera panfletaria, revela
muchos de los prejuicios de la clase media contra los habitantes de piel oscura
de nuestro país a través de la metáfora del contagio (en la escuela pueden
verse, al pasar, carteles que indican que el lugar está desinfectado), y nos
recuerda que la adopción es un tema que no sólo atañe a la familia receptora,
sino también a la comunidad, que debe ayudar a la integración de un chico que puede
venir de un medio y unas costumbres distintas.
Las actuaciones de Victoria Almeida, Diego Gentile y Ana
Katz descollan, sin desentonar el resto del elenco, constituido en su mayoría
por actores no profesionales. Sorín hace buen uso del paisaje, con una metáfora
visual muy conseguida cuando nos muestra el lugar donde la mayoría quiere
confinar al elemento infeccioso: un páramo blanco, esterilizado, en las afueras
del pueblo.
Para finalizar, la serie Mum, que ya va por su segunda temporada, tiene como centro a una
viuda reciente, la genial Lesley Manville, (vista recientemente en El hilo fantasma, como Cyril, la hermana del protagonista,
papel por el que fuera nominada al Oscar a mejor actriz secundaria). Más allá
de tener que lidiar con su pesar, tiene que soportar a un hijo medio bobo que
vive con ella, la novia de éste (excelente composición de Lisa McGrillis), las
visitas constantes de sus suegros -ella con un incipiente Alzheimer, él con un
pesimismo a toda prueba-, de su hermano -con serios problemas de autoestima- y
su novia -toda una snob.
La acción se desarrolla en la modesta casa de dos plantas
de la mujer, y las abundantes dosis de compasión y comprensión de los que hace
gala la protagonista ante las salidas y ocurrencias peripatéticas de los que la
rodean, encuentran alivio en las visitas de un amigo cercano del difunto
(encarnado por el notable Peter Mullan, protagonista de varias películas
de Ken Loach), que le arrastra el ala
aunque ella en un principio no se de por enterada.
Producida por la BBC, seis capítulos de menos de 30
minutos por temporada, Mum ofrece solaz
y agudezas para los que gozan del humor inglés y de sus buenos
intérpretes.
Publicado en Regia Magazine, 12 de julio de 2018
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