En Rojo, del
joven director Benjamín (Historia
del miedo, El movimiento),
reconstruye el tramo final del gobierno de Isabel Perón, en las adyacencias de
la atroz dictadura de 1976, lo ambienta en “una provincia argentina”
indeterminada, y nos narra la historia de un abogado (Darío Grandinetti, muy
convincente) que, increpado una noche en un restaurante por un extraño, ante la
mirada azorada de los comensales, inicia un camino de mentiras y ocultamientos
que no tendrá retorno.
El sentimiento de revulsión moral que experimenta el
espectador no deviene sólo por el accionar del protagonista, también es
provocado al ir develando que el personaje forma parte de una red inexorable
donde todo lo que está en disidencia con el sentido común de cierta derecha fascista
puede ser barrido de la faz de la tierra con la más siniestra de la
complacencias.
En ese sentido, la puesta en escena de una coreografía
escolar sobre el rapto de una cautiva -con el resto del conjunto de los
bailarines inmovilizados cuando sucede la acción-, no sólo es una buena
síntesis temática, sino que eructa un eslabón pasado de nuestra conciencia
nacional. Rojo es un film de texturas
opacas –el exceso de los marrones de tanta madera en los interiores, el color
desapasionado fronterizo con el sepia- donde el suspenso y un humor entre negro
y absurdo se codean.
Naishtat sabe cómo crear atmósferas densas y paradójicas,
y se apoya en un elenco donde destacan Andrea Frigerio como la esposa del
abogado, y el subrepticio Alfredo Castro, como un tentáculo chileno de aquella
red que busca extirpar el color rojo del espectro cromático en el cono Sur. Rojo es uno de los films más atractivos
que ha dado el cine argentino este año y merece verse en tándem con La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel,
2008), donde se deja entrever que los efectos de aquella ola sanadora aún
siguen corroyendo nuestra sociedad.
En tránsito nos devuelve al alemán Christian Petzold (Yella, Triángulo, Bárbara, Ave Fénix), que suele narrar historias
melodramáticas con un alto grado de parquedad y ambigüedad. Aquí se narran
hechos que acaecen en 1940, durante la ocupación alemana en Francia, pero
ambientados en la más cercana contemporaneidad, un presente al que se le han
extirpado los teléfonos celulares pero donde, inquietantemente, vemos cómo los
inmigrantes buscan desesperados visados de países americanos para poder salvar
sus pellejos de los más viles delatores. Metáfora de una Europa que expulsa más
que abraza, sigue el derrotero de un muchacho (Franz Rogowski,de extraordinario
parecido con Joaquin Phoenix) sin identidad ni propósito firme en la vida, que
se ve involucrado en una historia de amor que deriva entre las tensiones del
abandono y el exterminio.
Si bien los nazis no visten uniformes reconocibles, sus
actitudes y su moral lo son, y están esparcidas en gran parte de la sociedad
que describe el film. El admirable recurso de aquella temporalidad proyectada
sobre el presente no sólo incomoda al espectador, también le puede llevar a
provocar la náusea al descubrir que todo lo nuevo puede llegar a ser viejo,
otra vez.
En un terreno más tranquilizador por lo trillado, el de
los temores infantiles más soterrados, con el vértigo asegurado de un carrito
de montaña rusa, Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) vuelve a toparse con Michael Myers
(Nick Castle, James Jude Courtney) para enfrentar el trauma que la signó
aquella Noche de brujas de 1978.
Halloween es
la secuela del film original de John Carpenter, uno de los grandes hitos del
cine horror de todos los tiempos. Aquí se obvian los estragos que ocasionaron
los capítulos intermedios de la serie despejando la arena para el
enfrentamiento de dos gladiadores.
No le importa mucho al director David Gordon Green (George Washington, Undertow) cómo se llega a la pulseada final entre víctima y
victimario; las inconsistencias y los huecos argumentales están a la orden del
día. Ya está casi extinguida aquella premisa del castigo a los trasgresores de
la moralidad –niñeras y amantes que osaban retozar antes de llegar al
matrimonio, liberados de las miradas vigilantes de unos padres inexistentes,
propia de la decadencia moral de la era de la música disco en los Estados
Unidos. Allí el monstruo aparecía para poner orden en una sociedad desencantada
y hedonista, como antecedente de la ola restauradora que llevó a cabo el
presidente Ronald Reagan.
Aquí el cuco reaparece para cortar el ciclo repetitivo
del retorno de lo reprimido. Las heridas de Laurie tienen su proyección sobre
su hija y su nieta –que la han padecido en su aislamiento y en el transformarse
en una amazona paranoica-, y serán las tres generaciones de mujeres que
enfrenten al ícono del mal, dando oportunidad a que el trauma se descomprima y
la serie encuentre una digna sepultura en tiempos del #MeToo, aunque al igual
que Myers lo hacía tradicionalmente, puede que vuelva a resurgir en algún otro
capítulo, dadas las desmesuradas cifras de taquilla que el film ha acumulado
desde el día de su estreno.
Publicado en Regia Magazine el 1 de noviembre de 2018
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