La protagonista de esta miniserie de 8 capítulos, basada en el best seller de Gillian Flyn –la misma de “Perdida”-, vuelve a su pueblo natal para informar sobre la desaparición de una adolescente. El dueño del diario para el que trabaja, una especie de figura paterna, tiene otras motivaciones para asignarle esa tarea: cree que Camille debe superar los traumas que la tienen sumida en una nube de embotamiento perpetuo, entre botellas de vodka disfrazadas de agua mineral y entradas y salidas de clínicas psiquiátricas.
Camille Preaker está protagonizada por Amy Adams (Escándalo americano, La llegada),
una de las mejores actrices de su generación, que aquí tiene la oportunidad de
desarrollar un personaje aquejado por recuerdos que se presentan en la pantalla
de su mente como esquirlas de una batalla que todavía no ha concluido. La
muerte temprana de una hermana joven, una cabaña en el bosque donde suceden
cosas atroces, una conocida madura (excelente Elizabeth Perkins) que parece ser
una bisagra entre el pasado y el presente y sabe mucho más de lo que expresa,
otra hermana menor siempre coqueteando en las fronteras del abismo, muchachas a
las que se las mata y se le extraen los dientes, una madre que detrás de las
conductas de manual de etiqueta se esmera en cuidar a su progenie hasta
extremos impensados.
La madre, una ricachona dueña de la empresa que da
abundantes puestos de trabajo al pueblo –un criadero de chanchos- está
interpretada por Patricia Clarkson, en uno de los mejores papeles que le han
tocado. Esta belleza ajada y caricaturesca, con algo de heroína de las obras de
Tennesse Williams, -pensamos en la Violet Venable que vampiriza “De repente, el
último verano”– pura calma diáfana estragada por hirientes frases irónicas,
parece albergar un encono profundo hacia su hija. A lo largo del desarrollo nos
enteraremos por qué.
Heridas
abiertas, tal el título en español, es un proyecto ideado para el
lucimiento de sus actrices, como lo fuera también el que produjera el año
pasado HBO, Big Little Lies. Y tiene
el mismo director, Jean-Marc Vallée, como responsable, empeñado en crear
atmósferas tan densas como el calor que abate a la población del ficticio Wind
Gap, en Missouri, al sur de los Estados Unidos. El modelo es Twin Peaks, aunque en escala menor en
cuanto a personajes y situaciones, y anclado el gótico en un realismo ajeno a
los delirios de David Lynch. Tenemos un padrastro que se la pasa ambientando
los interiores de la casona señorial con música easy listening de los años 50, 60 y 70 (en contraste con una
hijastra que se acuna con Led Zeppelin); ventiladores que giran siniestramente;
adolescentes con conductas altamente autodestructivas; jóvenes varones heridos
por su exceso de sensibilidad; matronas que exhiben la maternidad como único
logro y trofeo para tapar una angustia sin fin; padres traumatizados por
pérdidas irreparables; policías de ciudad y de pueblo que se miden en sus
hallazgos…
El realismo no le viene mal a este thriller psicológico, donde importa menos la resolución de los
misterios que el detalle en la evolución de los personajes femeninos, la
densidad de sus traumas –enriquecidos por el montaje fragmentado de Vallée, que
acumula flashbacks y flashforwards creando un estado de
confusión y estupor en el espectador similar al que habita la protagonista, un
nivel de saturación que puede resultar asfixiante, sobre todo en los capítulos
5 y 6. Pareciera que la trama no avanza, se estanca, pero en realidad la que
gira sobre sí misma como un trompo –al igual que los infinitos vinilos bajo el
peso de la púa- es la protagonista.
Quien acompañe el proceso del personaje central y llegue
hasta el desenlace –con dos finales, a lo Carrie
(Brian de Palma, 1976)- se verá recompensado. El horror es lo suficientemente
oscuro y estremecedor para garantizarle a Sharp
objects un lugar perdurable en la memoria del espectador.
Publicado en Regia
Magazine, el 10 de septiembre de 2018
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