Cuando se estaba diseñando, el Disneyworld de Orlando,
Florida, llevaba por nombre “Proyecto Florida”. Una de sus derivaciones, el
parque temático Magic Kingdom, está rodeado por una constelación de moteles de
color púrpura o celeste, por donde trashuman habitantes de los Estados Unidos,
en situación de precariedad.
En una de las habitaciones de uno de esos monoblocks
acostados –en la vereda opuesta al condominio de Melrose Place, aunque ambos
tengan piscina- está la inquieta Moonee (encantadora Brooklynn Prince) de 6
años y su madre, Halle (Bria Vinaite, un portento energético, descubierta por
el director a través de fotos publicadas en Instagram).
La cámara de Sean Baker (responsable de la original Tangerines, donde seguía las acciones de
un par de travestis que se prostituían en Los Ángeles a través del ojo
electrónico de un Iphone) ausculta los pormenores de esas vidas y del
microcosmos en que están inmersas, atravesados por la pobreza. Allí, no hay un
grupo familiar constituido a la manera tradicional; abundan madres solteras con
sus hijos, padres sin esposas y con hijos, abuelas jóvenes que crían nietos
mientras el único sostén del hogar –generalmente la hija- trabaja.
La mirada es empática y no juzga. De a ratos parece que
viéramos un documental de las andanzas de Moonee y sus amiguitos, siguiendo el
día a día de sus juegos y travesuras bajo un inmenso cielo celeste tachonado de
copos de algodón, acechados por maravillas como conos de helados a los que cuesta
acceder, como por pervertidos sexuales; o vacas pastando que posan como si
fueran una manada de elefantes en plena sabana africana. Hacia la mitad del
film, vamos descubriendo un panorama más sombrío: las dificultades de la madre
para pagar la renta; la necesaria búsqueda de recursos robando, timando o
utilizando el propio cuerpo, lo que derivará en tensiones con la mejor amiga,
otra madre soltera que se desgasta como camarera en un barsucho, o con Bobby,
una especie de conserje para todo servicio, útil para espantar presencias
indeseables como para poner orden en la colmena que le toca administrar.
Bobby está interpretado por uno de los pocos actores
profesionales del film, el siempre virtuoso Willem Dafoe (ganador del Oscar por
interpretar al sargento “bueno” en la maniquea Pelotón -Oliver Stone, 1987- y quien encarnara al Jesús de Scorsese
en La última tentación de Cristo).
Especie de abuelo candoroso para Moonee, hace la vista gorda ante algunos de
los desaguisados que comete la joven madre, quizás consciente de que él tampoco
calificaba para protagonizar la versión yanqui de ¡Grande, pa!, según deja
atisbar el guion. Dafoe tiene los rasgos faciales de un halcón, el cuerpo de
una pantera, y la comprensión de un Buda; es realmente placentero verlo
representar a Bobby.
Lo mismo puede decirse del resto del elenco, constituido
en su mayoría por actores no profesionales. Con algunos rasgos del
Neorrealismo, la estética de Baker difiere fuertemente en el uso del montaje,
no tan apoyado en tomas largas. Es así que vemos a Moonee varias veces en la
bañera, jugando con sus patitos de goma; es la misma acción en diferente día.
Poco después descubriremos lo que esa reiteración escondía a la niña –y al
espectador-; algunas de las faenas de la madre en la habitación contigua.
Sin la sequedad azulada y mohosa de Ken Loach en Kes (1970), ni el desborde emotivo de
Francois Truffaut en Los 400 golpes
(1958), Baker contribuye al cine de niños en situación de precariedad con un
cierre donde la inmersión en la alienación es colorida, se hace en compañía y
tiene el ritmo trepidante de una cabalgata a través del ojo electrónico de un
celular; no se trata de la resignación constreñida de la primera ni del
estallido libertario de la segunda. El destino de Mooney tiene los colores de
una fuga hacia una tierra de fantasías que puede aliviar todas las carencias…
hasta que se descubra que está construida de cartón piedra.
Publicado en Regia Magazine, 4 de abril 2018
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