Al reciente estreno de El ángel, el film de Luis Ortega
inspirado en la vida de Carlos Robledo Puch, se han sumado en las últimas
semanas varios títulos nacionales de relevancia, cada uno de ellos con ciertos
puntos de interés, y que muestran la diversidad de propuestas que puebla
nuestro cine. Por otro lado, hay que subrayar la alta calidad del acabado
técnico de las producciones, desde la de menor presupuesto a la de mayor.
En el rubro comedias tenemos El amor menos pensado, de
Juan Vera, y Mi obra maestra, de Gastón Duprat.
La primera es un sólido exponente de comedia romántica, con buen
desarrollo de los personajes, situaciones perfectamente delineadas, y con el
carisma de Ricardo Darín y Mercedes Moran en los roles protagónicos, rodeados
de un elenco de figuras potentes (Claudia Lapacó, Norman Briski, Juan Minujín,
Andrea Politti, Luis Rubio, Claudia Fontán, Andrea Pietra, entre otros), de
gran lucimiento.
Pese a lo extenso de la narración, el interés nunca decae
y el director consigue involucrarnos en la historia de Marcos y Ana, un
matrimonio que ya lleva un cuarto de siglo y atraviesa una crisis cuando su
hijo los deja para irse a estudiar a Barcelona. No es que falte el amor pero
deciden separarse y probar nuevas experiencias. El ambiente en que se
desenvuelven es el de una clase media acomodada, los interiores del
departamento que comparten hablan de un buen pasar… la economía no es un problema. En este
sentido, el guión de Vera y Daniel Cúparo, con toda su excelencia, se acerca a esa
zona de las películas de Woody Allen en que los personajes pueden ocuparse de
sus desventuras amorosas porque viven holgadamente y sus referentes son los
personajes de otras películas, no la realidad circundante. Y si bien todo cae
en su lugar –tanto el guión, como la fotografía y la ambientación son
modélicos, dignos de ser puestos como
ejemplos en una escuela de cine – hay un cierto aire de embalsamamiento en toda
la empresa, una carencia de espontaneidad… El amor menos pensado es un crucero
que nunca se aparta de su recorrido, toca todos los puertos esperados y en el
que nadie se intoxica con un crustáceo mal cocido.
Distinto es el caso de Mi obra maestra, una comedia negra
con un alto contenido de bilis, lo que posibilita un tránsito más ligero para
el espectador. Aquí las estrellas –absolutas- son Guillermo Francella y Luis
Brandoni, como un galerista de arte y su amigo pintor, que descollara durante
la década de los años 70 y 80, pero cuya estrella hoy se halla apagada por su
carácter atrabiliario y la falta de roce social, características
contraindicadas para ser una luminaria encendida en el mundo de los artistas
plásticos, donde no sólo se pretende vender la obra sino también a quien la
produce. Como es típico en los guiones de Duprat –entre ellos el de El hombre
de al lado (2009) y El ciudadano ilustre (2016)- siempre hay un chivo
expiatorio dispuesto a ser sacrificado en aras de matizar las características
amorales de sus protagonistas; en este caso se trata de un idealista joven
español (Raúl Arévalo), que de agradecido alumno del pintor terminará siendo un
gran obstáculo para sus fines.
Con una impecable dirección de actores –muy bien
utilizada Andrea Frigerio como la coleccionista internacional Dudú, cuyos
contactos permitirían el salto de Renzo a las grandes lides-, un par de momentos
altamente emotivos y unos cuantos
hilarantes, Mi obra maestra se apoya en el encanto innegable de sus estrellas
para contrabandear variadas ironías que nunca llegan a la acritud de las
películas antes mencionadas, cuyos finales eran trágicos (y cuya fotografía
destacaba por la plasticidad de los encuadres, mucho más funcionales y menos
expresivos en esta ocasión).
Por el lado de los dramas, la producción cordobesa Casa
propia destaca por los climas asfixiantes que crea. Dirigida por Rosendo Ruiz
(De caravana), recrea las angustias de un profesor de literatura (Gustavo
Almada) muy distinto al protagonizado por Darín en apostura y placidez, que a
los 40 años se encuentra sin un techo propio bajo el que vivir, yendo y
viniendo entre el trabajo, la casa de su pareja y la de su madre muy enferma,
en la que pasa la mayoría de las noches. Enrolado en la corriente realista, es
un film despojado, que pasea por colegios secundarios, hospitales, no
pasteuriza el acento cordobés, y que utiliza los planos secuencia y ciertos
manierismos de cámara –hay una toma en que la cámara gira sobre sí misma 360
grados que recuerda aquel momento donde los recién llegados se ven integrados a
los miembros de una acogedora comuna hippie en Busco mi destino (Dennis Hopper,
Peter Fonda, 1970), aquí utilizada para registrar un intercambio escolar en un
aula- para dar cuenta de la encrucijada
existencial del protagonista. Resulta bienvenida para el espectador -entre tanta opresión- una fantasía que tiene
el profesor en donde ve a su madre recuperada…
Mi mejor amigo, debut como director de Martin Deus, tiene
un protagónico descollante de Ángelo Mutti Spinetta. El film está narrado desde
el punto de vista de su personaje, Lolo, un adolescente que va descubriendo que
profesa una sexualidad diferente. Enfrascado en sus libros, contenido por su
familia, tendrá la oportunidad de indagar en lo que le sucede al convivir con
el hijo de un amigo de su padre, que irrumpe en las vidas de la estructurada
familia por motivos que no vale la pena destacar aquí. Caíto (Lautaro
Rodríguez), es un muchacho de diferente extracción y educación, cuyas
costumbres y hábitos contrastan fuertemente con los de la familia que lo
recibe.
Film luminoso y de profunda sensibilidad en su
tratamiento, evade los lugares comunes de las historias de adolescentes,
focalizando en el lazo que se forja entre los dos muchachos, una amistad
profunda que posibilita que la soledad que todo adolescente siente –magnificada
en el caso de Lolo por el aislamiento al que lo someten sus compañeros varones
de secundario y las estrictas reglas familiares- se vea aliviada por el apoyo
que se darán el uno al otro.
Spinetta posee un rostro muy especial y gran destreza
para comunicar sensitivamente las perplejidades de su personaje; de presencia
rotundamente física, la composición de Rodríguez también es meritoria.
Guillermo Pfening como el padre de Lolo, dota de comprensión y empatía a un
personaje que tuvo un pasado donde los demás fueron compasivos con sus
debilidades, y Moro Anghileri dota de garra y pasión a esa madre que sacrificó
mucho para lograr la armonía familiar.
Cabe destacar que la fotografía de Sebastián Gallo trabaja distintas
variantes en la gama de los azules, obteniendo provecho de los plácidos
exteriores, rodados en la localidad de Los Antiguos, en la provincia de Santa
Cruz.
Finalmente, en La quietud, Pablo Trapero (Mundo grúa, El bonaerense,
Leonera, Carancho, El clan) se interna
con resultados desparejos en los territorios que bien supieron dominar el
tándem Leopoldo Torre Nilsson – Beatriz Guido en films como La casa del ángel
(1957) y La mano en la trampa (1961). Se trata de mostrar la decadencia de una
familia de clase alta, dueña de una estancia, donde el padre de avanzada edad
cae enfermo. Esto motiva el regreso de una de las hijas al país, donde la otra
–que tiene una pésima relación con la madre- la aguarda ansiosa. Hay noches de
tormenta, relaciones incestuosas, adulterios, cuestiones legales de dudosa
transparencia, homicidios; los excesos del gótico, en clave realista, como no
podía ser de otra manera en manos de Trapero, por lo demás siempre virtuoso en
lo formal –los desplazamientos de cámara con que presenta a cada una de las
hermanas, modestamente, recuerdan el
famoso plano de Scorsese en Goodfellas (1990), cuando el personaje de Ray
Liotta quiere deslumbrar a su novia y la introduce por la cocina del night club
hasta llegar a una mesa ubicada en primer lugar frente al escenario.
Trapero concibió un guión con demasiadas volteretas, y
también falla la cohesión tonal, algo que no sucedía en los films de Torre
Nilsson citados. Por ejemplo, la matriarca –una Graciela Borges, en clave María
Félix, es vista fumando con boquilla, gritando e insultando como una versión
femenina del difunto Federico Luppi, otro prócer del cine nacional. La alusión
a la doña del norte no es gratuita, los desbordes musicales –se escucha una
versión completa del tema “People” interpretado por Aretha Franklin-, la
marcación actoral de la siempre bella Martina Gusmán, la intensidad emocional
de algunas escenas, nos acercan a los melodramas de Arturo Ripstein, sin la
mano constrictora del director mexicano. Es más, hasta nos pareció haber oído
una ranchera por ahí…
El estilo hiperrealista de Trapero no nos ahorra primeros
planos angustiantes de personajes agonizando y explota el parecido siniestro de
Gusmán y Berenice Bejó a niveles impensados, de a ratos aparecen fotografiadas
como un par de siamesas. El acento de Bejó nos trajo a la mente a Geraldine
Chaplin y sus films con Carlos Saura, especialmente Cría cuervos (1976). En
cuanto a los intérpretes masculinos, Edgar Ramírez parece estar de paso, entre
avión y avión, y Joaquín Furriel expresa un ardor febril digno de mejor
causa. Así y todo, La quietud es un film
que se disfruta como un viaje en la montaña rusa… si uno le resta la seriedad
que pretende.
Publicado en regia Magazine, el 18 de setiembre de 2018
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