30/7/19

Nace una estrella, de Bradley Cooper




La nueva remake de la historia del artista en descenso que se enamora de la cantante que va a ascender gracias a él – en las dos primeras versiones (1937 y 1954) sucedía entre actores, en el mundo de Hollywood- viene con un cuchillo bajo el poncho. O debiéramos decir, una pistola en la bandolera.


Interpretada, reescrita y dirigida por Bradley Cooper –cada día más parecido a Popeye, sería el actor ideal para protagonizar una remake– no deja ninguna duda de que la verdadera estrella del film es él. De hecho, Jackson Maine, el cantante country que interpreta, recibe un tratamiento mucho más desarrollado que en las versiones anteriores. Tiene un hermano mayor, amigos de color, muy masculinos todos ellos. Tiene todo un pasado que incluye a un padre alcohólico con el que le gustaba beber, y bebieron tanto que a él también se le hizo un hábito. Por si fuera poco, padece de tinnitus y también abusa de las drogas.


En cambio, Ally (Lady Gaga, en un debut cinematográfico consagratorio) está rodeada de figuras feminoides, –su mejor amigo es gay y si hay un hombre heterosexual a su alcance tiene más de 60 años (el padre chofer y sus compañeros)–, hasta que conoce a Jack quien, con tal de saciar su sed entra a un bar desbordante de drag queens, entre las que se halla Ally, que deslumbra con una interpretación de “La vida color de rosa”. El flechazo es fulminante, tanto que casi no es desarrollado por el guión, que se aboca rápidamente a las tareas de ambos…

La versión protagonizada por Barbra Streisand, si bien apenas esbozaba el personaje del cantante decadente, le dedicaba mucho espacio al romance y hacía que la relación nos importase… Kris Kristofferson escribía toda una pared con el nombre de su amada, le llevaba pizza a la casa a minutos de conocerla y concretaba la pasión que desbordaba como el vino espumante en menos de lo que canta un gallo. En cambio, Jack tiene tantos problemas que el sexo no parece una preocupación para él. Sí le interesa tener muletas que lo ayuden a sostenerse: su hermano y “Calamity Jane” alias Ally.


El retrato de Ally que hace Cooper no es halagüeño, está muy lejos de ser una enfermera. Puede parecerlo en la superficie pero la muestra siempre escalando –rampas, escaleras, aviones. De hecho la representa como una narcisista: enfrentada a un amplio cartel publicitario con su imagen, detrás de ella está el hombre que le permite que alcance la cumbre. Sí, parece decir irónicamente Cooper, detrás de una mujer siempre hay un gran hombre. Parodiando la famosa escena de la bañera de la versión de 1976, Ally le pega a Jack con cinta adhesiva sus cejas postizas, cubriendo las del varón; pareciera que lo quiere por lo que tiene de su imagen en el espejo. Pero ella… ella está tan enceguecida por su ascenso a la fama que no repara que lo único que él quiere es que lo acompañe, sea el bastón en el que apoyarse.

Ally no tiene ningún empacho en decirle que se haga cargo de sus propias miserias; está muy ocupada en obedecer a su manager, un hombre que de tan neutro parece andrógino. No hay tiempo ni interés para el sacrificio amoroso, sólo para deslomarse en los ensayos –haciendo esas coreografías acrobáticas a las que la estrella del pop nos tiene acostumbrados desde su primera hora. Antes de conocerlo a Jack, dejó llorando a un abogado que le proponía casamiento… por teléfono…. en un baño. También es capaz de lastimarse un puño tras pegarle un trompazo a un policía que acosa al pobre cantante. Esta chica no tiene problemas en trasgredir la ley de los hombres y hacerse respetar. Es una chica super poderosa.


En cambio, Cooper rodea a su personaje de una iconografía propia del western crepuscular: botas, sombreros de ala ancha, una voz tan ronca como el ladrido de un perro afónico, un hermano mayor que parece salido de La diligencia (Sam Elliot rescatado del olvido porque Clint Eastwood ya está para ser el abuelo del personaje). El cowboy está perdido en este mundo donde la mujer toma la sartén por el mango y donde cierta masculinidad de pelo en pecho, actos caballerescos –él le propone casamiento y la sorpresa de Ally parece decir con la mirada “¿es necesario?”- y la nostalgia ante un pasado que se supone mejor no encuentran cabida.

Muchas veces a Jack se lo ve más abajo en el plano que comparte con Ally o su hermano; no hay más que presenciar la embarazosa escena de la entrega de los Grammy, tirado unos escalones por debajo mientras ella recibe el premio por tanto trabajo. No se agota ahí su humillación…

Sin embargo, como la famosa narrativa se lo demanda, se “sacrifica” para no ser un obstáculo en la carrera de su mujer. Quizás haya llegado al punto de darse cuenta que para ella siempre fue el pasamanos de una escalera y para su hermano una enorme molestia.

Lo cierto es que al irse los deja a ambos con un paquete pesado: culpa por no haberse hecho cargo de semejante tonelaje… No importa, esto es Hollywood. Ella cantará a pleno pulmón el final vistiendo su apellido, y el hermano exorcizará las culpas recordando que existieron tiempos mejores.

Jack estaba tan pero tan caído que ni siquiera la hace enojar a Ally con una infidelidad, haciéndola sentir sustituible por una palurda, como ocurría en la versión Streisand. No, acá no hay pasión por el otro…sólo por el trabajo y el masoquismo (como en la versión de 1954). También el glamour se ha ido con el viento… Las estrellas del film poseen el mismo encanto que la gente con la que uno se topa en el subte todos los días… excepto porque cantan y actúan y lo hacen muy bien. Pero lucen bastante desangelados…

La vieja retórica de Hollywood, aquella que hacía exaltar al espectador con un film mediocre como el de Streisand o el muy superior de la sublime Judy Garland, ha quedado sepultada en el camino. El exceso de realismo en el musical constriñe, aprieta, estrangula, las emociones.

Publicado en Regia Magazine, el 24 de octubre de 2018

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