Escrita, fotografiada y dirigida por Alfonso Cuarón, Roma cuenta la historia de una familia
de clase media mexicana durante dos años, a comienzos de los años 70 del siglo
pasado, desde el punto de vista de la trabajadora doméstica que los asiste y
vive con ellos. Seguimos a Cleo -encarnada por Yalitza Aparicio, una maestra de
Oaxaca elegida entre ocho mil postulantes, en una de las interpretaciones más
descollantes del año- en sus tareas habituales. Quizás desde el hachero de La libertad (Lisandro Alonso, 2001) no
se haya visto a un personaje trabajar tanto en la pantalla: baldeando, lavando,
planchando, colgando ropa, sirviendo la mesa, brindando afecto y apoyo
emocional tanto a los niños como a la dueña de casa –en trance de ser
abandonada por su marido–, recibiendo de a ratos sus inmerecidas pullas.
Cleo también tiene una vida más allá de sus tareas.
Conoce a Fermín (José Antonio Rodríguez, protagonista de uno de los desnudos
más marciales de la historia del cine), van al cine (ven Abandonados en el espacio, de John Sturges) y el título del film
será premonitorio; Cleo quedará en una situación similar a la de la señora
Sofía (Marina de Tavira, componiendo una neurótica en falso contacto), aunque
apoyada incondicionalmente por la familia.
Si bien se trata de un melodrama, con alguna coincidencia
entre personajes digna de Dickens –en el momento de la compra de una cuna–,
tachonado de canciones populares y emisiones de radio omnipresentes, no estamos
en el territorio de un Almodóvar, ni siquiera de un Arturo Ripstein. La mirada
que Cuarón le impone al personaje se aleja de tales fulgores y estridencias:
Cleo es una mujer sencilla, lacónica, resiliente, de pocas palabras, más
cercana a la muchacha que cumplía labores similares en Umberto D (Vittorio de Sica, 1952) aunque sin su glamour, que a los
personajes sufrientes, desgarrados y excesivos de los directores antes
mencionados.
Por el contrario, Cuarón adopta muchas de sus estrategias
del genio inagotable de Federico Fellini. Para contar esos dos años de su
semi–autobiografía, el director mexicano toma Amarcord (1974) como manual de cabecera, al narrar sus recuerdos de
infancia filtrados oblicuamente por otro personaje (Cleo es un alter ego de Liboria Rodríguez, nana de
los hermanitos Cuarón; en el caso de Federico, los recuerdos de Titta, su amigo
de la Rimini natal). El nombre propio “Roma” designa el barrio donde creció el
director de Y tu mamá también (2001),
pero también el título de otro film de Fellini de 1972, mezcla de fastuosa
autobiografía y de falso documental. Y los extensos planos panorámicos de los
interiores de un departamento, los numerosos desplazamientos laterales de
cámara, otorgan una sensación de espectacularidad y sensualidad, un carácter de
fresco suntuoso, similares a muchos planos de La dolce vita (1960).
No por nada el mar es el marco donde una de las
secuencias más importantes de Roma tiene su desarrollo, conjugando el peligro
de muerte, la confesión de un personaje (al igual que en La strada) y la mancomunión de los miembros de esa extraña familia
(los desahuciados hedonistas de La dolce
vita, reunidos en torno a una extraña criatura expulsada por el vientre
acuoso), todos víctimas de un naufragio; en el caso de los mexicanos ocasionado
por el rígido patriarcado; en el caso de Fellini, por la alienación y la crisis
espiritual entre los seres humanos.
Hay también lugar para los elementos circenses. Louis de
Funes hace sus bufonadas a través de la pantalla grande (La gran guerra, 1965) para entretener a los niños, mientras que el
profesor Zovek (un forzudo con dos dedos de frente más que el Zampanó que
encarnara Anthony Quinn en La strada)
encandila por televisión y en vivo, anestesiando a los pobres mientras los
ricos y el gobierno del PRI se adueñan de sus tierras. El personaje mismo de
Fermín, si se quiere, es un bufón, con su absurda exhibición de artes marciales
y su conducta despreciable hacia la muchacha a la que estafó, por no hablar de
lo que lo ocupa cuando no está entrenando.
Varios segmentos de Roma resuman el tono entre siniestro
y grotesco del maestro: una pared tachonada de las cabezas de los perros que
pertenecieron a una familia decadente; una partida de tiro al blanco donde
estadounidenses cohabitan con nativos; un plano de una familia derrotada bajo
un cangrejo publicitario, aluden a las yuxtaposiciones de elementos
incongruentes tan habituales en el director de Los inútiles (1952).
Tantos goces y resplandores para la épica de una mujer
humilde merecían exhibirse en la pantalla grande. Pero Netflix, productora del
menos cosmopolita de los films de Cuarón, decidió –en nuestro país- estrenarla
por la pequeña. De más está decir que Roma sobrevive a semejante decisión y que
es uno de los mejores films del año.
Publicada en Regia Magazine, el 19 de diciembre de 2018
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