Killing
Eve
es una serie inglesa de espionaje, con algo de la liviandad e internacionalidad
de las películas de James Bond de la década de 1970 y con algo de cómic, que
ahorra al espectador muchas transiciones –como ser los detalles de la
asignación de cada asesinato a cometer por una psicópata rusa entrenada para
matar- que suelen empantanar este tipo de productos.
La Eve (Sandra Oh) del título es una mujer que trabaja
para el servicio secreto inglés analizando data de manera casi burocrática,
hasta que un día la intuición le dice que quien está detrás de varios
homicidios en distintos lugares de Europa es la misma persona, una curiosa
rubia un tanto camaleónica. Villanelle (Jodie Comer), es bonita, tiene algo de
muñeca pepona, pero cuando se trata de matar, su inteligencia y su cuerpo se
afinan como la más acerada de las dagas. Parece eviscerada emocionalmente, se
regodea viendo cómo la vida escapa de los ojos de sus víctimas… pero su punto
débil son las fijaciones que suele tener con mujeres mayores.
Una de esas obsesiones la constituirá nuestra
investigadora, llevando a que la joven rusa trasgreda fronteras hasta la puerta
de su domicilio para hacérselo saber, domicilio que Eve comparte con su marido,
un hombre que parece no interesarle mucho a nadie, menos a su esposa, que le
oculta información desde el inicio de la relación… en una era glacial anterior.
A lo largo de los 8 episodios de la temporada, Eve se
independizará hasta del servicio secreto, iniciando una búsqueda que tiene
mucho de personal; evidentemente, Villanelle ha pulsado una cuerda que resuena
de manera innovadora en la mujer, que tiene la edad suficiente como para ser su
madre.
Con grandes dosis de humor negro, cierta perversión y
espíritu juguetón en la puesta en escena de los homicidios, el envío es de
trámite ágil, y se beneficia enormemente de las interpretaciones de Sandra Oh
–al fin un protagónico para esta delicada actriz con expresión de eterna
sorpresa, a la que hemos visto en decenas de participaciones minúsculas en
series y películas, destacándose por su papel en Entre copas (2005), en donde la dirigía su marido, Alexander
Payne–, y de Jodie Comer, cuyas expresiones y cuerpo parecen moldeables en una
masilla lustrosa. Otro de los atractivos lo constituye la presencia de Fiona
Shaw como jefa eventual de Eve, una totémica actriz irlandesa con destacadas
participaciones en Mi pie izquierdo
(Jim Sheridan, 1989), varias de las películas de Harry Potter, y como el chivo
expiatorio del niño carnicero en La
inocencia perdida (1997), un maravilloso film de Neil Jordan, una especie
de Naranja mecánica donde un púber
simpático y entrador sucumbe entre apariciones de la Virgen María y sus propios
instintos destructivos.
En otro orden de cosas, Desobediencia, el nuevo film de Sebastián Lelio (Gloria, Una mujer fantástica), ilustra el drama del derecho a ejercer la
propia sexualidad en conflicto con las rígidas normas de una comunidad judía
ortodoxa londinense. Ronit, una fotógrafa interpretada por la bella Rachel
Weisz, regresa a Londres para el entierro de su padre, un rabino, lo que
permite que reanude el contacto con su amiga Esti (Rachel McAdams, en el que
quizás sea el rol más exigente de su carrera), contacto interrumpido justamente
por las limitaciones del finado. Para complicar el melodrama, Esti está casado
con Dovid (Alessandro Nivola), un joven que es casi un hermano para Ronit y que
lleva sobre sus espaldas las responsabilidades de la sabiduría del rabino.
Como Lelio no es un gran director, se toma su tiempo para
narrar situaciones muy sencillas de resolver, y posibilita que el espectador se
disperse en sus recuerdos. Es así como vienen a la memoria la señera Dos amores en conflicto (1971), donde
John Schlesinger –un director de fuste durante los años 60 y comienzos de la
década siguiente, tras dirigir la oscarizada Perdidos en la noche– narraba el triángulo entre dos maduros –nada
menos que Glenda Jackson y Peter Finch– que compartían con distinto grado de
atracción a un joven artista bisexual. Film realista pero con toques
introspectivos a los que Lelio se ve incapacitado de acceder, tenía entre sus
numerosos aspectos llamativos la relación del personaje de Finch con su
religión, el entorno de la comunidad judía en la que había crecido y en la que
todavía tomaba parte activa al asistir al Bar Mitzvah de un sobrino. La mirada
del director, él mismo judío y gay, era comprensiva y basada en valores
humanistas. Aquí el acento estaba puesto en los distintos grados de compromiso
inherentes a la relación que cada uno de los mayores mantenía con el joven.
Frase célebre del personaje de Glenda Jackson ante la inconsecuente conducta
del muchacho: “Es mejor nada que un poco de algo”.
También, durante la proyección de Desobediencia, tuvimos tiempo de recordar cuando la señorita Yentl
se casó con la bella Hadass siguiendo los ritos de la tradición judía. Esto
sucedía en el primer film como directora, productora, co-adaptadora de Barbra
Streisand. Yentl (1984) era un
híbrido entre fantasía hollywoodense y musical de cuño europeo; la banda sonora
musical estaba compuesta nada menos que por Michel Legrand y la base literaria
–muy desdibujada en el tratamiento final- correspondía al premio Nobel Isaac
Bashevis Singer. El casamiento entre Barbra Streisand y Amy Irving se daba en
clave de comedia; en realidad, Streisand estaba disfrazada de muchacho y Hadass
era la prometida de su objeto amoroso, el portentoso Avigdor (Mandy Patinkin),
imposibilitado de casarse con la chica por tener un hermano que se había
suicidado, algo que también ofendía a las normas religiosas. La trama se
desarrollaba en la Yugoslavia de comienzos del siglo pasado y el matiz trágico
estaba dado por la prohibición que tenían las mujeres de estudiar la religión a
la par de los hombres. Ante tantos obstáculos, Streisand huía a pleno pulmón
hacia los Estados Unidos, la tierra de todas las posibilidades, eso sí, sin
esposa y sin novio.
A Desobediencia
le sobran al menos 30 minutos, minutos que también podemos emplear en
contemplar la admirable energía oscura que parece emanar Rachel Weisz y la
candidez abstracta de McAdams, amén de la sensualidad que exuda Alessandro Nivola,
pese a los ropajes en los que está confinado. La película es tan gris, sombría,
y opaca que agradecemos cuando vemos un rayo de sol, poco después que las
muchachas consuman lo que Yentl y Hadass no se atrevieron.
Si bien el film parece estar ambientado en la Edad Media
–dudamos en qué década transcurría hasta que apareció un celular, poco antes
del desenlace-la mirada también termina siendo comprensiva sobre la cuestión…
hasta cierto punto. La conclusión suena a poco en plena segunda década del
siglo XXI.
Publicado en Regia Magazine, el 7 de agosto de 2018
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