30/7/19

Mujeres de armas tomar


Killing Eve es una serie inglesa de espionaje, con algo de la liviandad e internacionalidad de las películas de James Bond de la década de 1970 y con algo de cómic, que ahorra al espectador muchas transiciones –como ser los detalles de la asignación de cada asesinato a cometer por una psicópata rusa entrenada para matar- que suelen empantanar este tipo de productos.

La Eve (Sandra Oh) del título es una mujer que trabaja para el servicio secreto inglés analizando data de manera casi burocrática, hasta que un día la intuición le dice que quien está detrás de varios homicidios en distintos lugares de Europa es la misma persona, una curiosa rubia un tanto camaleónica. Villanelle (Jodie Comer), es bonita, tiene algo de muñeca pepona, pero cuando se trata de matar, su inteligencia y su cuerpo se afinan como la más acerada de las dagas. Parece eviscerada emocionalmente, se regodea viendo cómo la vida escapa de los ojos de sus víctimas… pero su punto débil son las fijaciones que suele tener con mujeres mayores.


Una de esas obsesiones la constituirá nuestra investigadora, llevando a que la joven rusa trasgreda fronteras hasta la puerta de su domicilio para hacérselo saber, domicilio que Eve comparte con su marido, un hombre que parece no interesarle mucho a nadie, menos a su esposa, que le oculta información desde el inicio de la relación… en una era glacial anterior.

A lo largo de los 8 episodios de la temporada, Eve se independizará hasta del servicio secreto, iniciando una búsqueda que tiene mucho de personal; evidentemente, Villanelle ha pulsado una cuerda que resuena de manera innovadora en la mujer, que tiene la edad suficiente como para ser su madre.

Con grandes dosis de humor negro, cierta perversión y espíritu juguetón en la puesta en escena de los homicidios, el envío es de trámite ágil, y se beneficia enormemente de las interpretaciones de Sandra Oh –al fin un protagónico para esta delicada actriz con expresión de eterna sorpresa, a la que hemos visto en decenas de participaciones minúsculas en series y películas, destacándose por su papel en Entre copas (2005), en donde la dirigía su marido, Alexander Payne–, y de Jodie Comer, cuyas expresiones y cuerpo parecen moldeables en una masilla lustrosa. Otro de los atractivos lo constituye la presencia de Fiona Shaw como jefa eventual de Eve, una totémica actriz irlandesa con destacadas participaciones en Mi pie izquierdo (Jim Sheridan, 1989), varias de las películas de Harry Potter, y como el chivo expiatorio del niño carnicero en La inocencia perdida (1997), un maravilloso film de Neil Jordan, una especie de Naranja mecánica donde un púber simpático y entrador sucumbe entre apariciones de la Virgen María y sus propios instintos destructivos.


En otro orden de cosas, Desobediencia, el nuevo film de Sebastián Lelio (Gloria, Una mujer fantástica), ilustra el drama del derecho a ejercer la propia sexualidad en conflicto con las rígidas normas de una comunidad judía ortodoxa londinense. Ronit, una fotógrafa interpretada por la bella Rachel Weisz, regresa a Londres para el entierro de su padre, un rabino, lo que permite que reanude el contacto con su amiga Esti (Rachel McAdams, en el que quizás sea el rol más exigente de su carrera), contacto interrumpido justamente por las limitaciones del finado. Para complicar el melodrama, Esti está casado con Dovid (Alessandro Nivola), un joven que es casi un hermano para Ronit y que lleva sobre sus espaldas las responsabilidades de la sabiduría del rabino.


Como Lelio no es un gran director, se toma su tiempo para narrar situaciones muy sencillas de resolver, y posibilita que el espectador se disperse en sus recuerdos. Es así como vienen a la memoria la señera Dos amores en conflicto (1971), donde John Schlesinger –un director de fuste durante los años 60 y comienzos de la década siguiente, tras dirigir la oscarizada Perdidos en la noche– narraba el triángulo entre dos maduros –nada menos que Glenda Jackson y Peter Finch– que compartían con distinto grado de atracción a un joven artista bisexual. Film realista pero con toques introspectivos a los que Lelio se ve incapacitado de acceder, tenía entre sus numerosos aspectos llamativos la relación del personaje de Finch con su religión, el entorno de la comunidad judía en la que había crecido y en la que todavía tomaba parte activa al asistir al Bar Mitzvah de un sobrino. La mirada del director, él mismo judío y gay, era comprensiva y basada en valores humanistas. Aquí el acento estaba puesto en los distintos grados de compromiso inherentes a la relación que cada uno de los mayores mantenía con el joven. Frase célebre del personaje de Glenda Jackson ante la inconsecuente conducta del muchacho: “Es mejor nada que un poco de algo”.


También, durante la proyección de Desobediencia, tuvimos tiempo de recordar cuando la señorita Yentl se casó con la bella Hadass siguiendo los ritos de la tradición judía. Esto sucedía en el primer film como directora, productora, co-adaptadora de Barbra Streisand. Yentl (1984) era un híbrido entre fantasía hollywoodense y musical de cuño europeo; la banda sonora musical estaba compuesta nada menos que por Michel Legrand y la base literaria –muy desdibujada en el tratamiento final- correspondía al premio Nobel Isaac Bashevis Singer. El casamiento entre Barbra Streisand y Amy Irving se daba en clave de comedia; en realidad, Streisand estaba disfrazada de muchacho y Hadass era la prometida de su objeto amoroso, el portentoso Avigdor (Mandy Patinkin), imposibilitado de casarse con la chica por tener un hermano que se había suicidado, algo que también ofendía a las normas religiosas. La trama se desarrollaba en la Yugoslavia de comienzos del siglo pasado y el matiz trágico estaba dado por la prohibición que tenían las mujeres de estudiar la religión a la par de los hombres. Ante tantos obstáculos, Streisand huía a pleno pulmón hacia los Estados Unidos, la tierra de todas las posibilidades, eso sí, sin esposa y sin novio.

A Desobediencia le sobran al menos 30 minutos, minutos que también podemos emplear en contemplar la admirable energía oscura que parece emanar Rachel Weisz y la candidez abstracta de McAdams, amén de la sensualidad que exuda Alessandro Nivola, pese a los ropajes en los que está confinado. La película es tan gris, sombría, y opaca que agradecemos cuando vemos un rayo de sol, poco después que las muchachas consuman lo que Yentl y Hadass no se atrevieron.


Si bien el film parece estar ambientado en la Edad Media –dudamos en qué década transcurría hasta que apareció un celular, poco antes del desenlace-la mirada también termina siendo comprensiva sobre la cuestión… hasta cierto punto. La conclusión suena a poco en plena segunda década del siglo XXI.

Publicado en Regia Magazine, el 7 de agosto de 2018

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