La segunda temporada de American
Crime Story comienza con el asesinato del famoso diseñador Gianni Versace,
ocurrido el 15 de julio de 1997 en Miami, a manos de Andrew Cunanan, e
hipotetiza sobre las posibles causas del evento a lo largo de 9 capítulos.
Versace (buena caracterización de Edgar Ramírez,
protagonista absoluto de Carlos, la
miniserie de Olivier Assayas sobre el terrorista venezolano Ilich Ramírez Sánchez,
que causara estragos en la década del 70) contaba al morir con 50 años, una
hermana casi tan reconocida mundialmente como él (Penélope Cruz, con algo de
travesti gracias al subrayado de los hombros y de las caderas a través del
vestuario, la tosca cabellera rubia, el andar a lo Calamity Jane, la gravedad
de la voz), y una pareja vistosa y amante de la experimentación con otros
hombres (Ricky Martin, con su cuerpo trabajado, un bronceado Hawaiian Tropic,
cierta parquedad gestual, y algunos peinaditos a lo gigoló década del 50), amén
de un emporio multimillonario.
Cunanan, –interpretado para la eternidad con amplios
recursos por Darren Criss, uno de los descubrimientos del productor Ryan Murphy
para la serie Glee–, era un muchacho
californiano de 27 años, con un coeficiente intelectual superior a la norma, de
ascendencia filipina por parte de padre y unos delirios de grandeza del tamaño
del continente australiano, que lo impulsaban a mentir de manera infinita
inventándose un pasado o un presente adaptado a los oídos del interlocutor de
turno, que tras matar a cuatro hombres en un raid descontrolado, corona la
torta despachando a Versace y a una paloma en la escalinata de la mansión del
diseñador, ganando la fama que siempre persiguió.
La trama se despliega alternando entre el año 1997 y
distintos pasados que tienen al asesino como protagonista mayoritario, no
ahorra detalles escalofriantes sobre sus hechos más cruentos –como matar a un
amigo a martillazos-, la relación con sus padres, y un resentimiento infinito
hacia los que triunfan. Abundan el suspenso y la tensión, también cierto morbo,
alimentado por la posibilidad de transitar las bambalinas de los famosos y su
periferia.
También está presente la agenda del productor, director del
primer capítulo y de films como Recortes
de mi vida (2006), Come, ama, reza
(2010) y El corazón normal (2014).
Murphy, objeto de una puja de 250 millones de dólares entre los colosos Netflix
y Disney, que terminó con el pase del creador de Feud, American Horror Story
y Nip Tuck a la popular red de streaming, aprovecha para relevar
distintas cuestiones relacionadas con la homosexualidad en la década del 90. No
sólo los hábitos de gerontes republicanos en el closet que contratan jóvenes
para su satisfacción, las prácticas hedonistas del diseñador y su pareja, sino
también las consecuencias de políticas nefastas como la promovida por el
presidente Clinton a través del “don´t ask, don´t tell” (no preguntes, no
digas), una ley que prohibía a cualquier homosexual o bisexual revelar su
orientación sexual o hablar de cualquier relación homosexual, incluyendo
matrimonios o lazos familiares, mientras estuviesen sirviendo en el ejército,
sometiendo a una presión inusitada a algunos de sus miembros, como le sucede a
un personaje secundario, en uno de los mejores envíos de la serie.
Cuidada al detalle –otro de los rasgos que caracterizan a
las producciones de Murphy- en la ambientación, el vestuario, el diseño de
producción y la musicalización, con toques camp y glossy que oscilan según se retrate
la corte versachesca o las pretensiones neoclásicas del arribista, el paseo por
la década del 90 es atractivo, variado y colorido.
Sin embargo, lo más cautivante es el retrato del asesino
itinerante. Con algo del cinismo del Psicópata
americano (Mary Harrow, 2000) y del voltaje erótico de American gigolo (Paul Schrader, 1980), el rally de Cunanan en la
versión Murphy muestra a un ser imposibilitado de amar y de ser amado, que
alterna casi sin solución de continuidad entre lo profundamente seductor y lo
monstruosamente indiferente hacia el sufrimiento y las necesidades del otro,
hipnotizado por los cristalitos de colores de la fama sin tomarse el trabajo
necesario que algunas de sus víctimas lograron para ascender sus escalones.
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