El nuevo film de Luis Ortega (Caja negra, Monoblock, Historia de un clan) toma como
inspiración algunos hechos de la biografía de Carlos Robledo Puch, uno de los
asesinos más notorios de la historia nacional, para crear un mito glamoroso que
liga la criminalidad con las sexualidades disidentes y la argentinidad.
Mediante una serie de invenciones, supresiones y
homenajes, Ortega logra superar el antecedente de la malhadada Plata quemada (Marcelo Pineyro, 2000),
donde la violencia cruda y los encuentros sexuales exhibidos sin tapujos de la
pareja protagonista, encarnados por Leonardo Sbaraglia y Pablo Echarri,
intentaba alcanzar una hálito trágico que se quedaba a mitad de camino, por
impericia en la adaptación cinematográfica del best seller de Ricardo Piglia y de la dirección.
El
ángel evade la pátina trágica y se impone con una estética pop sin filtros irónicos que ilustra
casi arqueológicamente los inicios de la década de 1970, entre horribles perros
de porcelana blanca barata y refulgentes motos Gilera, siguiendo el derrotero
de un joven con aires de querubín que hace de los atracos un disfrute y de
algunos homicidios una metáfora de la eyaculación precoz, donde la violencia
fluye sin control y expresa una sexualidad que no se sabe hacia dónde encauzar.
Los asesinados por Carlitos en el film son hombres (se han suprimido las
mujeres a las que baleó y que aparecen mencionadas en las crónicas policiales).
Su alianza con un compañero de secundario (los acerca el calor de un soplete)
constituye una historia de amor, más sugerida que gritada, por más que el mayor
diga sobre el menor que se parece a Marilyn Monroe o que es “su mujer”.
El personaje de Carlos (sorprendente Lorenzo Ferro, en su
debut cinematográfico) queda ligado a la argentinidad con su interpretación al
piano del Himno nacional; Ramón (el Chino Darín, subyugante), en su
caracterización –con las patillas gruesas de la época, su nariz aguileña, los
rulos aplastados– a un famoso retrato del padre de la patria, don José de San
Martín, ése en que tiene como fondo una bandera celeste y blanca (y que el film
subraya al poner al personaje en contigüidad a una enseña que figura en la
dirección de la escuela).
Los dos criminales son artistas – Ortega ha absorbido la
herencia de Jean Genet–, uno pianista, el otro intentando una incursión
televisiva. Carlos contonea su cuerpo ante una audiencia imaginaria, al son de
un tocadiscos donde suena “El extraño de pelo largo”; en otra escena, sus
bucles al ritmo de la música mientras conduce una moto (no es sonido ambiente,
sino que viene desde la voluntad del narrador). Algún robo tiene como fondo una
melodía interpretada con un xilofón, como si la actividad criminal se tratara
de un juego de niños (también es una alusión a una de las influencias mayores
de Ortega, Badlans (1973), de
Terrence Malick, donde figuraba una pieza de Carl Orff – “Gassenhauer”– tocada
en el mismo instrumento). Inconscientemente, Carlos roba un cuadro abstracto
para decorar su dormitorio; durante el declive de su carrera delictiva, uno
figurativo penderá sobre su cabeza.
Ramón interpretará en televisión “Corazón contento”,
haciendo playback del contagioso éxito musical del padre del realizador, Palito
Ortega, cuya voz ya gastada y mortecina también le da carnadura a un cover de “La casa del sol naciente” para
englobar una secuencia de eventos que concluirá con la salida del personaje de
la historia. Si tenemos en cuenta que Ramón es el nombre verdadero de Palito,
la elección de ese nombre para el compinche de Carlos no es ingenua: establece
toda una vinculación amorosa entre el realizador y su padre, él mismo director
de películas –comedias blancas para su propio lucimiento y el de su garganta,
donde las familias eran prístinas como el ser nacional mandaba en aquel
periodo, famosas por obturar casi cualquier dato del contexto político
circundante.
El último tercio del film ingresa en un terreno gris tras
la desaparición del objeto amoroso de Carlos. Rodeado de hombres heterosexuales
–el soplete se hará carne sobre uno grotescamente atraído por cualquier falda-
se encuentra solo y perdido; no queda espacio para el placer, sus artimañas ya
no dan en el blanco. En determinado momento llora, no sabemos si por su madre
–espléndida Cecilia Roth, encarnando el estereotipo de “pobre mi madre querida”
con mirada bizca– o por la pérdida de su compinche, en la que él fue
coprotagonista –Ramón amenazaba irse a París con otro hombre. ¿Un arranque
pasional, la intención de inmolarse juntos que, ante la imposibilidad del
abrazo de la muerte, derivó en esa sobrevida gris y difusa?
El film romantiza al personaje de Carlos, borrando
algunas de las atrocidades que el verdadero asesino cometió, -matar mujeres por
la espalda, ser cómplice en violaciones, balear una cuna ocupada– y busca crear
empatía con él, a la manera en que Malick la buscaba con el personaje de Sissy
Spacek en Badlans (cómplice en la
muerte de su propio padre), o Arthur Penn con el dúo de Bonnie and Clyde (1967), o Sam Peckimpah con los impiadosos
asesinos de La pandilla salvaje (1970),
todas obras capitales de lo que se dio en llamar el renacimiento Hollywoodense.
Las ansias de libertad del protagonista están en correlación directa con el
entorno represivo tanto a nivel familiar como político; el accionar delictivo
se da bajo la dictadura que tiene al frente a Alejandro Agustín Lanusse; más de
una vez las fuerzas policiales lo confunden con un “subversivo”.
En contraste con la propia, la familia de Ramón parece un
oasis hedonista de conductas viciosas y trasgresoras. Daniel Fanego (“divina
decadencia”, diría Sally Bowles) como José interviene en una de las escenas más
turbias junto a Carlos en un baño, mientras se susurra “La gallina turuleca”,
un hit del trío de payasos Gaby, Fofó y Miliki. Mercedes Morán, como Ana María,
dispara una sexualidad agresiva, una tigresa bañada en el chocolate hidrogenado
de los alfajores Jorgito.
También en El ángel
hay espacio para apuntes sociales sabrosos: cuando Ramón y Carlos pasean a sus
novias gemelas por el jardín de una mansión que no les pertenece, una mucama de
piel oscura asume que debe servirlos como si fueran los dueños de casa. A lo
Robin Hood, Carlos deja una joya sobre el pecho dormido de un señor en
situación de vulnerabilidad; y debe soportar la mirada de extrañeza de otro
señor de piel oscura que lo acusa de creerse perfecto por su belleza. Varios
desdentados de cuño pasoliniano desfilan por la pantalla.
Antes de la proyección, temíamos que con sus aspiraciones
de inscribirse en el cine “mainstream” Ortega lavara toda la oscuridad que
burbujea en sus venas. Pero no hay nada de qué preocuparse. Su mirada sigue tan
clara y tan torva como en Historia de un clan. Bienvenida sea.
Publicado en Regia Magazine, el 14 de agosto de 2018
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